lunes, 24 de junio de 2013

El blog de Gustavo


 El domingo 12 de septiembre de 2004 Gustavo estaba vivo en Nueva York. Y escribía en su blog las cosas de siempre. Algunas que había vivido y otras que le habían contado mientras vivía haciendo giros y giros con su inteligencia impecable y mordaz. A cambio, el corazón le latía en desventaja. Él lo sabía pero no se daba por aludido porque nos dijo después Gian que no tenía obra social y que detestaba sentirse pobre cuando entraba a un hospital de la Gran Manzana y no podía pagar nada. ¿Para eso le servía el Social Security?
Tenía una vecina que cantaba mal pero le alegraba saberla ahí, con la ventana abierta cuando no hacía frío, desentonando canciones de moda y melodías de los años cuarenta, que habría cantado seguramente su madre. Era un modo de saber que el mundo seguía andando mientras él leía guiones ajenos para una productora que le pagaba lo mínimo para no morirse de hambre. Aunque no tuviera nunca lo suficiente como para volver a Buenos Aires ni pagarle una consulta privada a alguien que le anunciara lo que tenía que hacer con sus arterias antes que fallaran en un callejón demasiado angosto como para pegar la vuelta en U.
Escribía cosas geniales como: "L. me dice que en el libro de los conejitos que se suicidan hay uno que está abrazadito a la espalda de un japonés que está a punto de hacerse el harakiri, con la esperanza de ser atravesado por la misma espada." Me pregunté entonces a qué espalda se estaría abrazando él la madrugada cuando Gian no recibió más respuesta por el chat. Habían estado hablando de un proyecto nuevo de cine en el que íbamos a participar todos. Estaba empezando el lunes 25 de abril del 2005 y Gian se quedó colgado esperando la respuesta, sin imaginar que del otro lado del hemisferio la lanza había llegado al centro del corazón del amigo. El blog sigue ahí, acorazado en la nube que tanto le preocupaba, intacto, intangible, inverosímilmente presente, como una momia eterna que sigue sorprendiendo a quienes lo recordamos leyéndolo.

lunes, 17 de junio de 2013

La niña hindú (1º Premio Concurso Julio Cortázar)


V. cuenta que vio en la India, incluso en lugares especialmente míseros, cómo ponían platitos de leche fresca, para que bebieran las serpientes.
posted by gpesoa : 1:15 AM


            Cuando Vince llegó a la aldea vio flores por todas partes. Había viajado unos doscientos kilómetros al sur de Puna, estado de Maharashtra, en un autobús desvencijado y estaba mareado de tantas vueltas por caminos polvorientos. Se consoló pensando que al menos habría arribado a tiempo para ver los preparativos de alguna celebración. Recordaba vagamente que su destartalada guía de Lonely Planet mencionaba varios festivales en la zona por el mes de agosto, pero ya no sabía bien ni en qué día vivía ni mucho menos si se trataba de un homenaje a Krishna, Ganesha o cuál de las incontables deidades del panteón hindú. Le daba igual. Finalmente, todas las manifestaciones de devoción eran parecidas: los trajes coloridos, los cánticos, el alcohol final para olvidarse de la miseria y de una cotidianeidad carente de valor ante la incesante rueda de reencarnaciones que le esperaba a cualquier hindú del montón. India lo tenía harto con su religiosidad, pero se resistía a darse por enterado.
            Unas gentes de Puna le habían dado una dirección donde podría alojarse. A medida que se adentraba en la aldea en busca de esa cama que le habían recomendado, en la que pudiera finalmente descansar del polvo y de los olores de sus compañeros de viaje, la profusión de flores crecía junto a una extraña sensación de congoja. No escuchaba gritos de dolor ni sollozos desesperados, sino miradas perdidas y ojos turbados, como si a la vida misma se le hubiese detenido el corazón, obnubilando a toda la aldea. Demasiado tiempo transcurrido quizás sin que nada hubiera cambiado significativamente en su vida. El hartazgo lo ocupaba en casi todo momento, llevándolo de un sitio a otro sin búsqueda precisa ni deseos por cumplir. Se sentía un vagabundo en estado de desilusión, pero no encontraba manera de detenerse por más de unas semanas en un mismo sitio. Las ciudades se le presentaban demasiado amenazantes y sólo una sucesión de villorrios rurales, iguales en pobreza y desamparo, le permitían días de indiferencia y silencio.
            En la puerta de una choza apenas mejor que la mayoría, una mujer mucho menor de lo que aparentaba lo esperaba pacientemente, montada en sus piernitas flacas y sus pies casi descalzos, ya que las sandalias chatas de tiritas raídas – calzado que ostentaba como si proviniera de la mejor zapatería italiana- parecían proteger sus pies con un último hálito de fuerza. Cuando vio llegar al extranjero, la mujer sonrió, dejando ver una línea despareja de dientecitos pequeños y gastados, como toda ella. Vince se aproximó y ambos se saludaron con una sutil reverencia.
            “Bienvenido a mi humilde morada, señor,” dijo en un inglés correcto con fuerte sabor a hindi. “Lo estábamos esperando. Es un honor poder alojarlo. Mi nombre es Shruti. Pase por aquí”.
            Vince jamás hubiera imaginado una muestra tal de educación en una mujer tan humilde. Su sorpresa fue tan grande que no atinó a decir más que un “gracias” deslucido por el cansancio. Al trasponer el umbral se encontró con un cuarto grande y sencillo en el que un grupo de jóvenes mujeres, de cuclillas sobre una alfombra, rezaba en un susurro tan débil que Vince podría haberse quedado dormido a su arrullo en ese mismo instante. No era necesario entender sus palabras. Sabía que hablaban de dolor y pérdida, el mismo sentimiento que exudaba la aldea entera.  Siguió a Shruti hacia el fondo de la morada, pasando por un pasillo semicubierto en el que se mezclaban las fragancias de inciensos con el aroma punzante de un curry recién preparado.
            Ni bien apoyó la mochila en la cama angosta de su cuarto, Vince se dio la vuelta porque la mirada de la mujer parecía penetrar su ropa y hundirse entre los espacios de sus cervicales.
            “Teníamos todo preparado para el Nag Panchami, señor, y ahora nadie sabe qué hacer.”
            Vince la miró sin entender.
            “El festival de Naag Devta, el Dios Serpiente,” agregó Shruti, y sin dar lugar a la pregunta, se apresuró a explicarle. “Naag Devta es una deidad muy poderosa, que necesita del cuidado de sus fieles. No hemos sabido responder a sus deseos. Al parecer no hemos hecho lo que debíamos…”  La voz de Shruti se quebró en un sollozo que ella detuvo con su mano huesuda contra los labios gruesos. Vince la vio desaparecer de su vista con la rapidez con la que se desvanece un sueño. Sólo alcanzó a escuchar el chasquido de sus viejas sandalias alejándose por el piso de la galería.
            El sol comenzaba su etapa final de descenso cuando Vince despertó. Tenía la impresión de haber recuperado todos los sentidos junto a un hambre voraz. Se levantó y salió a lavarse. Desde la galería vio que las mujeres ya no estaban en la sala, pero la atmósfera era aún pesada y cargada de impotencia y desasosiego. Se internó en el cuartucho que alojaba la ducha y pasó los siguientes diez minutos enjabonando cada poro de su cuerpo, en un afán por liberarse de ese peso que lo oprimía, con más conciencia que esa mañana. El agua fría le devolvió una mejor temperatura a su cuerpo, pero no le quitó la sensación atribulada.
            Cuando entró a la sala, Shruti lo esperaba con la mesa puesta. “Espero que haya descansado bien, señor”, le dijo con suavidad, invitándolo a sentarse. Vince lo hizo mientras Shruti se apresuró a traerle varios platillos de comida sencilla y abundante. Los olores de la India… Si algo recordaría, pasada toda una vida, serían esos aromas intensos de las especias combinadas en curries picantes, desdibujando el límite entre olfato y gusto, cuando la experiencia de llevar a la boca esos olores convertía al paladar en un sensor múltiple de estímulos penetrantes y agudos. Le vino a la mente un sueño fugaz que había tenido apenas un momento atrás, cuando los últimos rayos del atardecer se posaron en su cama, despertándolo, para despedirse del día. En el sueño estaba en Central Park, y una joven india envuelta en un sari pasaba a su lado con una gran bandeja de manjares que despertaba en él una nostalgia profunda por un mundo perdido para siempre. Vince se llevó el primer bocado a los labios y la fuerza de su picor fue suficiente para traerlo de un empujón a la realidad. Alzó la vista para encontrarse con los ojos tristes de Shruti, que seguía de pie frente a él, como si necesitara decirle algo más.
            “¿Me haría el honor de acompañarme?” le preguntó para animarla a quedarse y hablar.
            Ella se sentó a su lado y no tardó en iniciar su relato. “Naag Devta reconforta al Señor Vishnu, conservador de la vida en toda su existencia. Esta noche, quinto día de la mitad brillante del mes de Shraavan, celebramos el festival de las serpientes, en su honor. Los hombres ponen platitos de leche para alimentar a las cobras. Un doble propósito, señor. Darles alimento para que sus familias queden protegidas de la mordida fatal de las víboras y asegurarse el hábito de la serpiente que, con gran inteligencia, volverá a abrevar de ese manjar regalado cada vez que le apetezca. Cuenta una de las historias que  en tiempos remotos, mientras un campesino trillaba la tierra, mató sin querer unas crías de serpiente. La serpiente madre se vengó mordiendo al campesino y a toda su familia, con excepción de la hija menor, que adoraba a los reptiles. Ese acto de devoción de la niña despertó la piedad de Naag Devta, quien le devolvió la vida a toda la familia. Desde entonces, en la semana del Naag Panchami, los hombres apresan a sus cobras amigas para pasearlas por el festival y demostrar que han vencido el miedo y que la potencial enemiga ha hecho las paces con los hombres. Pero anoche…” La voz de Shruti se quebró en un sollozo que se apresuró en reprimir para retomar la narración. “Anoche Anu se había quedado sola porque su padre y sus hermanos estaban de preparativos para el festival. La dejaron dormida sin pensar que podría despertarse. Anu es pequeña y es algo así como la hija de todas las madres de esta aldea, señor, desde que la suya murió hace tres años, cuando la pequeña recién empezaba a caminar.  Todos piensan que fue el hambre… el hambre y la pobreza de su familia lo que la hizo salir de su choza y buscar algo de alimento.”
            Vince no podía dejar de mirar el rostro de esa mujer, bella y extenuada por el dolor y la miseria.
            “Debió haberse perdido entre los árboles”, continuó Shruti. “Cuando los hombres llegaron a la casa y no la vieron, avisaron enseguida. Toda la aldea salió a buscarla con antorchas,  porque la noche ya estaba cerrada. Finalmente la hallaron, junto a un plato de leche vacía, que su propio padre había dejado para una cobra que jamás logró ver. Anu parecía dormida, pero la marca en su cuello decía otra cosa. La serpiente, señor, la había encontrado bebiendo su leche…”
            Shruti se quedó en silencio, con la mirada clavada en un rincón oscuro de la habitación, como buscando respuesta al absurdo que los había azotado sin clemencia. Luego prosiguió: “El padre trajo a su niña en brazos y la puso con dulzura en la cama sin decir palabra, pero luego bebió hasta caerse. Ahora los hijos mayores, devotos de Naag Devta, quieren dar el cuerpo de su hermana como ofrenda al dios, quieren pasearla en los carros floridos con las serpientes y soltar todas las cobras apresadas para saciar el hambre divino.”
            Shruti miró a su huésped súbitamente. “Debo ser muy ignorante, señor, pero no puedo comprenderlo. No esta vez. Y sólo puedo decírselo a usted. Le agradezco tanto su presencia aquí esta noche.”
            Shruti se levantó sin esperar comentario alguno de Vince. Retiró los platos en silencio y desapareció por una puerta.  Vince salió de la casa. A medida que se acercaba al centro de la aldea, los tambores y cánticos se fueron haciendo más fuertes y sentidos. Una marea de hombres, mujeres y niños de todas las edades caminaba al compás de los ritmos a lo largo de una calle de tierra bordeada de guirnaldas de flores de papel y grotescos dibujos de serpientes. En los carros iban los hombres con sus cobras, ataviados con sus galas mejores. Adelante, en el carromato principal, orgullosos por ser parte de una historia divina encadenada a tantos otros mitos en torno a Naag Devta, se pavoneaban los hermanos de Anu, escoltando el cadáver diminuto de la niña, como si se tratara del mejor trofeo jamás ganado. Vince se sintió desbordado de incomprensión. India de pronto se tornó demasiado sobrecogedora para su occidentalidad confundida y por un momento temió perder el rumbo definitivamente. Corrió a la casa de Shruti y revolvió desesperado el fondo de su mochila en busca de su pasaporte. Cuando sus dedos palparon el papel coriáceo, el alma le volvió al cuerpo. Unas pocas páginas le decían quién era y de dónde provenía. Empacó por última vez, sintiendo los latidos en su pecho pulsando con urgencia. Ni bien despuntara el sol, iniciaría la despedida definitiva de un territorio capaz de tragárselo entero por la mera fuerza de sus creencias.


                                                                                   

jueves, 6 de junio de 2013

Los perdidos

 

Iban cultivando espacios bomba por ahí, aunque ya no se pudiera más. Berouz casi no veía y Siamak se tropezaba por el campo a causa de su sordera. Es que el viento les había dado siempre el sentido del equilibrio, y cuando todo estaba perdido, no les quedaba más que el aullido aterrador que se colaba entre las grietas de las montañas y la luz enceguecedora del sol asesino en los mediodías de plena guerra.
El Gavkosh había sido periódicamente el viento de la muerte, pero cesaba según la estación, dando treguas para que la tierra renaciera una vez más. Entonces aparecía el Jonoub, chillando desde el sur, preñado de humedad y verde, y con él las sonrisas de los campesinos y el alimento para todos. Nada era porque sí. Había una armonía rigurosa pero inequívoca con los vientos. Con la invasión, no.
Ya nadie la mencionaba, nadie decía nada. No quedaba ni una palabra por olvidar. La última se había resecado en el llanto inundado de arena del niño de Afarín. Ese jueves las mujeres sellaron sus matrices, incapaces de volver a dar a luz objetivos civiles para blancos militares. Era como si la vida se hubiera guardado para no humillarse ante la idiotez. “Jamás nos los volverán a arrancar,” musitaban todas las fecundas. A las estériles aparentemente les daba igual, pero cualquiera habría podido adivinar la amargura que significaba no poder siquiera proyectar la fertilidad en el vientre de otra.
Lo único que quedaba eran los ecos de la estridencia. Ésos seguían retumbando entre las antiguas paredes ambarinas de la piedra caliza, y Berouz sabía que los sonidos opacos no se disiparían nunca más, presos en el cerebro de Siamak desde la madrugada en que el estallido demasiado cercano le perforó los tímpanos al hermano y las esquirlas de un proyectil le dañaron las pupilas a él, como si las niñas más pequeñas e inexpertas hubieran estado aprendiendo a bordar con agujas viejas en sus ojos.
Uno sordo y el otro casi ciego no llegaban a hacer uno completo, pero así era desde el inicio de la locura: no existía más lo sano ni lo entero. Lo que había sobrevivido se veía ahora fraccionado, mutilado, cicatrizando a los tumbos de maneras bizarras e impredecibles, mientras la reverberación de los ruidos traicioneros rebotaba aún por las cañadas y las grietas de piedra.
Afarín se había quedado sin hilos para coser flores a los vestidos y ahora se hamacaba ausente en un rincón del caserío, indiferente a los escasos olores de comida que por todos los medios intentaban producir las demás mujeres. Ya no quería que Berouz la acariciara, y cuando el marido se le acercaba, sus ojos rasgados de dolor lo acicateaban de tal modo que él no se atrevía más que a alzar un poco las manos para transmitirle que no intentaría levantar su túnica en un amago por hacerle sentir la presencia de la vida. Y no porque él pudiera verle las pupilas como dagas, sino más bien porque percibía el muro de su rechazo. Las demás mujeres se cruzaban las miradas, temerosas de decirle a Afarín que Berouz no tenía la culpa de su infortunio.
Pero para la joven no había retorno al amor. Había escuchado a su hombre durante años hablando de política, de los cambios necesarios para el pueblo, de los beneficios de la lucha. Las palabras que Berouz profería en las asambleas del pueblo habían llegado con claridad amplificada hasta el fuego hogareño donde maceraba el khoresh. Por esos días Afarín amasaba el nan con más preocupación que anhelo, porque sabía que su marido podría convencer a los demás, empezando por Siamak, tres años menor que Berouz y a su cuidado desde la muerte temprana de sus padres. Para Siamak todo lo que el hermano mayor decía tenía valor de palabra sagrada. No para Afarín quien, sin atreverse a enunciarlo, había declarado su batalla interior a la vehemencia que nacía de su esposo así como al Innombrable y a sus noventa y nueve epítetos. Allah ya no significaba el bálsamo ni el alimento de su espíritu maltrecho. Era un macho más, como todos los de la aldea, insensible a la muerte de los hijos, incapaz de devolver la paz y la pureza de las sonrisas clementes a la gente de bien. Afarín estaba sola, igual que la luna helada en su viaje fatal por la noche, dispuesta a repetir su propia muerte con cada amanecer.
Una tarde de lunes en que el Jonoub parecía estar más cargado que nunca con la sal del Mar de Omán, Siamak salió solo a plantar espacios bomba. Los capaces habían decidido que era lo mejor: aislar su espacio natural con las PMA-2 olvidadas una vez por los invasores en una huida furtiva por causas jamás comprendidas. Así fue como los aldeanos se las habían apropiado unas semanas después del cese del fuego, cuando las hallaron en unos enormes cajones de madera a medio abrir. En la reunión de esa semana los incompetentes se habían atenido a la decisión de los capaces, como siempre lo habían hecho, siglo tras siglo, asintiendo como si comprendieran. Aceptaron que el escaso ganado estuviera a salvo en corrales precarios a orilla de las casas, y los pocos niños que se habían salvado se protegieran con la mirada vigilante de las madres. Ya no existía la posibilidad de verlos jugando por el campo abierto a riesgo de que les sucediese lo que al hijo de Afarín.
El grupo de trabajo, día tras día, salía a cultivar las semillas redondas y verdosas, repletas de explosivo, dejando libre sólo un corredor de entrada al pueblo que únicamente ellos y sus vecinos amigos conocían. Cualquier otro que se aventurara sin ser llamado perdería al menos una pierna, o tal vez la vida. Era lo justo. 
Ese lunes, sólo Siamak había partido a buscar los artefactos. Desde el interior del cajón de madera que los contenía lo deslumbró un resplandor radiante, como si el sol se hubiese derramado por el fondo oscuro. Temeroso y extasiado, acercó la mano y la lisura del vidrio se le pegó a la piel reseca. Extrajo entonces una botella casi llena de un líquido translúcido como las alas de una libélula, como una pócima de oro. Al igual que todos los incompetentes, Siamak no sabía leer, y menos esas letras extranjeras, tan lejanas e inservibles. Desenroscó la tapa lentamente y acercó el pico a la nariz. Lo que no tenía ya de oído lo había ganado en olfato, gusto y tacto. El punzante perfume a carbón vegetal y especias lo hizo toser. Bebió un trago de golpe y sintió que un fuego de gloria le estallaba adentro, como una semilla bomba pero inocua y deliciosa. Casi llena estaba la botella... Siamak se sentó a la sombra de los rayos intensos de la tarde y se dejó llevar por el río de oro que lo iba atravesando. Con cada trago se diluía el dolor eterno de las pérdidas, y la desesperanza arraigada en el alma iba dando lugar a una alegría olvidada, parte de algún recuerdo de la niñez.
Siamak llegó a la aldea sin saber bien cómo. El silencio de la tarde se agolpaba en cada umbral. Los capaces habían partido esa mañana para debatir con los vecinos de otras tres aldeas y no regresarían hasta el día siguiente. Llegó hasta la casucha de su hermano y entró sin llamar. El velo de Afarín colgaba de una silla como una señal que él quiso ver. El aire de la casa olía a mirra e incienso: aroma de hogar, perfume de hembra.   
No hubo gritos ni forcejeos inservibles. Cuando Afarín vio al hermano de su marido avanzar con paso cazador hacia ella, supo que de nada serviría luchar. Sus brazos flacos y su poca estatura entraban varias veces en la sombra inmensa del cuñado. Nada podía ya doler más que lo vivido así que se dejó manosear e invadir su intimidad protegida por tanto tiempo sin un suspiro ni un reproche. Pero cuando el incompetente se sentó en el camastro hediendo a alcohol y sudor, Afarín vio en él a Berouz, y con él al enjambre masculino que con sus palabras idiotas y sus asambleas huecas habían trastocado la vida en muerte, transformándolos a todos en los perdidos. Siamak respiraba con pesadez, percibiendo quizá que no debía moverse de allí.
Afarín no tuvo más que extender su brazo. La vieja cajita de madera labrada que solía contener mil hilos de colores, guardaba aún un par de agujas y una tijera. Fue fácil hundirla una y otra vez entre las costillas de Siamak. Tampoco hubo gritos ni forcejeos inservibles. De nada habría servido. Era lo justo.

                                                                                

martes, 28 de mayo de 2013

 
Algo de papá

Lo que le faltaba a Aralia era paciencia con los empleados públicos. Al menos con los del cementerio, que le parecían una etnia especial dentro de la raza. ¿Por qué siempre hacían esperar a la gente? Para terminar de una santa vez con el trámite no le quedaba más que pasar el peso de un pie al otro, hasta que el hombrecito de sombras y cenizas se dignara regresar a su lado, portando la carpeta correspondiente a su caso.
Empleados públicos... Los detestó siempre porque de chica la obligaron a asistir al casamiento de la Tía Dolores con uno de ellos. Era evidente que Dolores,  la segunda más asquerosa de sus tías, no había tenido opción. Aralia estaba convencida de que nadie podía elegir a un hombre como el Tío Francisco si no era porque las oportunidades de encontrar un candidato mejor llegaban a cero. El Tío Francisco, además de trabajar para una insignificante dependencia del estado, era sucio, y ése no era el peor de sus vicios. Es que hacía ruidos, y no sólo con la boca y con los huesos. Además exudaba un mal olor perpetuo, como si se le hubiese muerto algo adentro y allí hubiera quedado depositado para tortura del que le tocara sentarse a su lado. Aralia se preguntaba si tendría los poros demasiado abiertos, porque la pestilencia le brotaba por la piel de manera escandalosa. Pero el infortunio familiar no acababa en esa estación.
El hecho es que la Tía Clara, hermana mayor de su madre, tampoco se había casado con un hombre normal. Al Tío Ubaldo le fallaba el azúcar. Aralia aprendió que eso se llamaba diabetes, pero no era el nombre lo que le molestaba sino el empecinamiento del tío por mostrarle a todo el mundo su desdicha y hacerle pagar por ello mediante una muestra permanente de pinchazos en la panza con una jeringa que descapuchaba con los dientes como a una lapicera  y clavaba en la grasa fofa de su abdomen, dondequiera que estuvieran, como si fuera un acto heroico. A veces le salía una gota de sangre, que él secaba con el dedo para chuparlo a continuación. Una vez, le ofreció la gota fresca a Aralia como quien ofrece una frutilla recién arrancada. Estaban por empezar a comer y Aralia tuvo que correr hasta el baño para vomitar todo el asco que le producía el mero pensamiento de esa sangre amarga en su boca. La familia en pleno se había reído del remilgue de Aralita, y el Tío Ubaldo se lo tomó como un número personal de circo que por años repitió hasta el hartazgo cada vez que la sobrina compartía una reunión familiar.
Entre las dos tías y su propia madre no hacían una mujer digna de la más básica admiración. Inesita, la menor de las tres hermanas, se había embarazado antes de que se le hubiese siquiera cruzado por la cabeza la idea de casamiento. Por esta razón, Aralia sintió siempre que su ingreso al mundo había sido obra de un estado caótico en el cielo, de un momento en que los astros extraviaron el camino para dar lugar a ese parto inesperado. Nació en el pasillo de su casa una madrugada en la que la neblina y una lluvia tan liviana como terca pugnaban por adueñarse del día. Para colmo el padre esperaba un varón. Y lo siguió esperando en vano por el resto de su existencia.  
No había sido fácil hacerse querer por un padre así. Aralia lo intentó de mil maneras: dejándose trenzar el pelo cada mañana y soportando los moños acartonados que su madre le ajustaba aunque ya nadie los usara, sólo porque el padre quería que estuviera prolija y decente. También se esforzaba por hacer las mejores piruetas en su presencia para demostrarle sus innatas dotes deportivas. Como si eso no bastara, sacaba las mejores notas año tras año cargando con la bandera que flameaba en cada acto, amenazándola con estamparla contra alguna pared o con hacerla remontar vuelo por los techos de la escuela. Todo era inútil. El padre no la veía. Estaba siempre ausente, aún cuando estaba presente, que era la peor de las ausencias.
Así transcurrió la vida familiar por muchos años, hasta que un día la madre entró a la cocina llorando a mares y le comunicó a Aralia que se divorciaría de su papá porque era un desgraciado de porquería. Aralia apoyó el tazón de té con leche y no le importó que el humo de la taza le empañara los cristales de sus anteojos. Mejor, así no veía del todo a la madre sacudiéndose entre sollozos contra la mesa de fórmica beige. Antes que se atreviera a preguntar algún por qué, la madre derramó todos sus venenos, acumulados por más dos décadas de fermentación. Así, de un saque, Aralia confirmó los motivos de las ausencias paternas: tenía otra mujer, desde hacía años, a la que le había comprado un departamento, y un auto, cuando ella, su legítima esposa y madre de su única hija a los ojos de Dios y la Iglesia, tenía que ir colgada del ciento doce si quería llegar hasta Rivadavia. No querían verlo nunca más en la vida.
Aralia escuchó el discurso furibundo sin pestañear. Imaginó que el “no querían” la incluía, pero no osó cuestionar nada. Sintió que se le tapaba la nariz con el dolor del corazón. No era tanto la pérdida de un padre ya que, a los fines prácticos, nunca había tenido uno de verdad, pero algo de la imagen de una familia en la foto quedaba borroneado, desaparecido, extinto para siempre, igual que el proceso inverso del revelado, cuando en la emulsión van apareciendo los contornos cada vez más precisos de las cosas retratadas.
Una semana más tarde, cuando la noticia se había esparcido por el barrio como harina sobre la mesada con un estornudo imprevisto, Aralia se dio cuenta de que en la casa no quedaba rastro alguno de su padre. Él se había ido sin despedirse siquiera, tragado por el embudo de un tornado arrasador y definitivo. La madre, presa de un afán por erradicarlo de la vida de ambas, había logrado extirpar hasta las huellas digitales del hombre sobre los picaportes. No quedaba una foto, ni una corbata, ni siquiera un diario leído y puesto de manera inigualable sobre la mesa ratona. Al cabo de un tiempo, cuando los chismes se aquietan y los recuerdos mejores parecen equiparar a los que se han ido, todos parecían guardar en la memoria momentos con su padre, todos menos Aralia, que estaba a punto de cumplir veintiún años. 
Con la mayoría de edad, la vida le regaló de pronto un novio para la madre. Inesita dejó de hablar del desgraciado-malagradecido de su ex para cantar por la casa mientras se estiraba una minifalda que la hacía parecer, a los ojos de la hija, una niña vieja. Tras cartón, llegó la noticia del accidente fatal del padre, desnucado en un accidente automovilístico entre San Pedro y San Nicolás. Aralia no pudo dejar de pensar que los santos no habían estado de su lado. Cuando la madre, con el pretexto del trabajo y el apoyo moral del novio, no quiso hacerse cargo de nada, Aralia se sonó la nariz y juntó fuerzas para ocuparse del entierro en la necrópolis municipal. Parcela 25, lote 18. Al menos ahora sabría dónde estaba el padre de una vez y para siempre.
Los siete años en que el Cementerio de la Chacarita prestaba su tierra a los difuntos de la ciudad se escurrieron velozmente. La nota solicitando la  presencia de un familiar en las oficinas del camposanto llegó a la casa de Aralia cuando su madre estaba de viaje acompañando al viejo novio, su concubino desde hacía un lustro. Una vez más, le tocaba a ella hacerse cargo.
Aralia seguía de pie ante el mostrador de la administración, pasando revista por los titulares de su vida, cuando el empleado del cementerio se dignó regresar y le hizo un gesto para que lo acompañara. Caminaron en silencio por los senderitos bordeados de un galimatías de tumbas, cruces y flores espantosas, mezcla de olor a podredumbre y pésimo gusto. Al llegar a la parcela precisa, dos hombres sudados ya habían removido la tierra y apilado los huesos. Aralia bajó la mirada al suelo y los miró con espanto y fascinación. Los restos de su padre no parecían suficientes para formar un esqueleto completo, pero no se atrevió a contradecir al empleado del cementerio cuando éste le anunció que eso era todo. Ella firmó la planilla y los hombres abrieron la pequeña urna, pero el paso seguro de Aralia los detuvo. Se acercó a los huesos y, sin dudarlo, levantó el cráneo, cuidando que no se desprendiera la mandíbula inferior. Con un pañuelo húmedo que tenía en el bolsillo lo limpió suavemente y ante el estupor de los empleados públicos, se lo guardó en el bolso y se alejó con paso corto y apurado.
Al llegar a la casa, lavó el cráneo con cuidado, lo secó con una toalla nueva y le hizo lugar sobre la cómoda de su cuarto. Finalmente ostentaría algo de papá. 

 

Sueño de los mares

(Premio julio cortázar 2012)


Mica no había trabajado nunca en serio; sólo había ayudado alguno que otro sábado a su madre en la boutique que tenía en Pocitos[i] y su padre, como era habitual, la había llamado veinte mil veces para saber si estaba bien. Había sido como un juego eso de vender una blusa a una señora dispuesta a entretenerse en una típica mañana de aburrimiento burgués. Ella nunca sería así. Al final su padre se había puesto tan cargoso con eso de que estuviera en la tienda de la madre que, por no escucharlo, había dejado de ir. Detestaba discutir. Ya de eso había habido bastante antes del divorcio de sus padres. Para ellos el tema era que estudiara. Y en el fondo, para ella, también. Con su memoria exacerbada y su capacidad de razonamiento innato era lo que mejor sabía hacer, lo que había hecho siempre con garra charrúa[ii]. Así que había estudiado hasta graduarse, recibiendo a cambio casa, comida, linda ropa, vacaciones en Brasil en el verano y semanas de esquí en Argentina en el invierno, dinero suficiente para sus cosas y sonrisas con cada examen aprobado con diez en la universidad privada, digna extensión del colegio inglés donde se había formado. Pero ahora estaba a la deriva, en ese momento espantoso en el que había dejado de ser una estudiante aventajada para pasar a integrar el ejército de últimos orejones del tarro de los profesionales inexpertos.
En una noche de cervezas con sus amigas en un bar de la Rambla se le había evaporado lo suficiente la timidez como para hablar con Charlie, un inglés que andaba de paso por Montevideo. El tipo la doblaba en edad pero tenía mirada de buena gente. Le contó de su vida a bordo de un yate de lujo llamado Dream of the Seas[iii] y, por primera vez en la vida, Mica sintió que los pulmones se le llenaban de aire, como si hasta ese momento hubiera respirado sólo a medias. Charlie era tripulante del barco de un millonario ruso, magnate nuevo del acero. En la facu[iv] había tenido historia contemporánea y sabía que unos pocos en la ex Unión Soviética se habían vuelto ricos de la noche a la mañana cuando el régimen comunista cayó, comprando compañías semiquebradas al estado para transformarlas en auténticas minas de oro.
Mica se quedó pensando. Una vida a bordo de un yate de sesenta metros de largo navegando por los mares del mundo sonaba a todo lo que le gustaba: mar y sol, islas de clima acogedor, silencio y tranquilidad y, sobre todas las cosas, sonaba a estar lejos de las peleas familiares. “¿Hay trabajos así?” le preguntó al inglés. Él le sonrió con simpleza. “¡Claro! No es tan difícil conseguirlos,” agregó sin darse cuenta de lo que estaba suscitando en el interior de la chiquilina refinada de ojos tostados. “Tú, ¿cómo hiciste?” volvió a preguntar Mica. “Yo estaba cansado del frío,” dijo el hombre. Mica lo interrogó con la mirada. “En la torre de extracción de petróleo,” prosiguió él. “Al noroeste de Escocia; era tremendo. Así que durante unas vacaciones en Palma de Mallorca, conocí a un tipo.” Charlie se rió. “En un bar de la playa como éste,” dijo. “Él trabajaba en un yate y sabía que estaban buscando tripulante.” “Te presentaste y ¿listo?”. “Sí, y listo,” respondió Charlie quitándole importancia al asunto. Mica se despidió de su nuevo amigo esa noche, después de intercambiar direcciones de correo electrónico.
Al volver a su casa dio vueltas en la cama sin poder dormir de la excitación. El sol apenas empezaba a iluminar el Río de la Plata cuando se levantó, encendió su computadora y el teclado se inflamó de velocidad por mil y una páginas de Internet. Todo era uniformes impecables, aguas de estridente turquesa, barcos de blanco brillante y sonrisas de dientes lustrosos. Lo más cercano y seguro para buscar un puesto así parecía ser Miami. Había que llegar al estado de Florida en los Estados Unidos de un modo u otro.
Esperó a las siete y treinta y llamó a su padre. “¿Te has caído de la cama, muñequita?” le preguntó sorprendido. “Necesito hablar contigo, papá” fueron sus palabras precisas. “¿Estás bien? ¿Te pasó algo? ¿De dónde me llamas?” “Tranquilo, papi, estoy en casa. Está todo bien. Mamá duerme y no se ha levantado ni la mucama todavía.” “¿Quieres que te pase a buscar para que desayunemos juntos?” A eso apuntaba exactamente Mica.
Una hora más tarde, padre e hija se miraban en silencio frente a dos tazas de café con leche en la esquina de 21 de Setiembre y Roque Graseras. “¿Un barco?” preguntó el padre más para aceptar la idea que esperando una respuesta. Ella fue tan convincente que el encuentro terminó con un abrazo apretado de ambos.
Un mes más tarde, Mica abordaba el Dream of the Seas en el puerto de Miami. Charlie la había presentado al dueño del barco, y con la excelente educación de la muchacha no fue difícil conseguir un puesto como stewardess. Eso era ser como una azafata en un barco, con la diferencia de que los pasajeros serían siempre la misma familia y algunos pocos amigos privilegiados. A Mica le pareció sencillísimo. No tenía más que ocuparse de que la zona de estar del barco estuviera limpia y servir la mesa cuatro veces al día. El salario era excelente y pensaba ahorrarlo casi todo, ya que a bordo no tendría en qué gastarlo. Habría tiempo para leer mirando el mar y no tener que escuchar a su madre despotricando contra su padre ni a él sobreprotegiéndola como si viviera en una zona de peligro totalmente desarmada. Un año para pensar en cómo seguir adelante con su vida.
Zarparon un día de brisa suave con el matrimonio dueño de la nave, su hija Nadia y la tripulación completa a bordo. Sus dieciséis compañeros de trabajo eran gente simple, como Charlie. Ninguno había estudiado en una universidad como ella. Sólo el chef neozelandés había pasado varios años en una alta escuela de cocina europea. Mica estaba convencida de que el nivel cultural de esa gente no sería un problema. De todas maneras, no tenía en mente hacerse amiga de ellos. El capitán, un escocés al que le decían “Bart” en chiste porque se apellidaba Simpson, les había dicho que tocarían varias islas del Caribe a lo largo de un mes y que luego Nadia se bajaría en Miami para regresar a Harvard en el jet de sus padres. A bordo todo se sabía porque se trataba de espacios enormes para tratarse de un barco familiar pero exiguos en lo que a intimidad se refería.
Nadia la intrigaba. A lo mejor porque tenía su edad, o porque después de tres días de navegación sólo una vez había pasado a su lado y la moscovita no le había dirigido ni una mirada. Se pasaba el día hablando por teléfono o haciéndose arreglar las uñas y el pelo por la asistente personal de su madre. Lo que más le sorprendía a Mica era el silencio entre ella y sus padres. En las comidas cada uno llegaba a la mesa en el momento en que quería. El padre en general era interrumpido por asuntos de trabajo, la madre no perdía oportunidad para quejarse ante su asistente de lo mal planchada que estaba su ropa, insistiendo en que debía estar todo doblado según una medida preestablecida, para que cupiera en los estantes de su vestidor, y Nadia parecía nutrirse del aire y de buenas dosis de vodka que nadie parecía notar que bebiera.
Mica compartía la cabina con una venezolana muy simpática. “Lo único que le gusta a la hija del jefe es estar de fiesta”, le había dicho la segunda noche. ¡Y vaya si ese barco lo permitía! Era mucho más lujoso de lo que hubiera podido imaginar, con una piscina en la popa y un jacuzzi con fondo de cristal en la proa, donde nunca vio meterse a nadie.
Una tarde, Mica estaba sentada en la alfombra mullida del salón principal limpiando los sillones de cuero cuando la joven rusa entró charlando por su celular. Al no percibir su presencia, Mica se quedó quieta, casi sin respirar, escuchando. Era obvio que Nadia hablaba a escondidas de sus padres y que se encontraría con esa persona en Saint Barth[v], adonde llegarían a la mañana siguiente. Mica registró la dirección adonde la rusa iría porque los próximos dos días estaría de franco y podría deambular por el nuevo destino a voluntad. Con la excusa de que quería conocer la isla por las suyas, al bajar del barco se separó de sus compañeros de trabajo y esperó dentro de un taxi a que Nadia saliera del yate en una moto alucinante. No fue fácil para el taxista seguirla por las callecitas angostas y empinadas bordeadas de plantas tropicales, porque la motociclista parecía desesperada por escurrirse de su vista. Finalmente la moto dobló por un sendero de tierra en la parte alta de la isla y Mica le pidió al taxista que se detuviera y la esperara un rato. El hombre protestó pero ella le ofreció una propina que no pudo rechazar. Bajó del coche y se internó entre las plantas frondosas procurando no ser vista. “¿Qué diablos estoy haciendo? ¿Me volví loca?” se preguntaba sin detenerse. De repente oyó unas voces y se escondió detrás de la vegetación. Hablaban en un francés raro para ella, seguramente créole o patois[vi], según había leído, pero entendió que Nadia había llegado hasta allí para comprar droga. ¿Qué debía hacer? ¿Intervenir? ¿Impedir que se metiera en líos o dejarla con su vida? No tuvo mucho tiempo para pensar porque en ese momento entró por el sendero una camioneta negra con vidrios polarizados a toda velocidad. Dos hombres bajaron simultáneamente. Uno de ellos sacó un arma con silenciador y mató de un tiro certero al traficante rubio y flaquito. El otro levantó a Nadia por la cintura como si se tratara de una muñequita de trapo, la durmió con una gasa embebida en lo que podría haber sido cloroformo y la metió en la parte de atrás de la camioneta que su compañero había abierto. Hicieron marcha atrás con tanta violencia que Mica tuvo que echarse de espaldas para evitar que la atropellaran, y desaparecieron en un segundo. Un silencio de terror y de muerte se apoderó del lugar de repente, cortado solamente por el tambor ensordecedor en que se había convertido el corazón de la uruguaya curiosa. Se levantó despacio. Nadie más salió de la casita alguna vez blanca con techo de tejas viejas. Su ocupante yacía con los ojos abiertos y un gesto de sorpresa que ya nunca perdería. Mica corrió por el sendero hasta el taxi, que había quedado unos metros atrás por la calle asfaltada. El conductor dormía. Lo despertó sobresaltándolo y le pidió que la llevara lo más rápido posible nuevamente al puerto donde lo había tomado. La lancha de su jefe se mecía en la misma amarra pero ninguno de sus compañeros estaba a bordo. La desesperación de Mica crecía a cada instante. El Dream of the Seas descansaba blanco y bello en su ingenuidad millonaria a un par de kilómetros de la costa, inalcanzable como de pronto se le hizo a ella toda esa vida de lujos e incomprensión. A lo lejos le pareció reconocer una risa. Era Charlie y un par de compañeros más, sentados ante la mesa de un bar costero. Corrió hacia ellos mientras el llanto se le amontonaba en los ojos. Al verla aproximarse se levantaron asustados.
Unos minutos después, se acercaban ya al garaje del mega yate. Charlie acompañó a Mica hasta el puente.  Al ver al jefe, Mica se dio cuenta de que el hombre ya estaba al tanto de lo sucedido. Ella no hizo más que corroborar que el llamado que él acababa de recibir exigiendo un rescate millonario era verdadero: Nadia había sido secuestrada. Mica respondió lo mejor que pudo todas las preguntas. Nunca como ahora su memoria fotográfica le había sido más útil. Pudo describir desde la Toyota RAV4 negra con su patente hasta cada uno de los secuestradores con la precisión de una profesional y estaba segura de poder volver al lugar de los hechos sin confundir el camino. El magnate ruso se convirtió de pronto en un padre abrumado. La tomó de la mano bebiendo cada una de sus palabras conciente de que de su relato dependería en gran parte la recuperación de su hija. Llegaron unos policías vestidos de civil que montaron un operativo como los que Mica había visto en películas de acción hollywoodenses. Aparecieron helicópteros en el cielo y una docena de personas desconocidas a bordo no hacían más que dar órdenes por una docena de celulares. Un experto en identikits se sentó ante ella para empezar a reproducir los rasgos de los malvivientes según los datos que ella prodigaba. Pensó que el susto le habría hecho grabar sus facciones como si los hubiese conocido desde siempre. En una hora, no había duda de quiénes eran: viejos tripulantes del barco que el jefe había despedido por incompetentes hacía dos años.
La madre llegó al rato, cuando pudieron ubicarla en una galería de arte local en la otra punta de la isla. Se ubicó al otro lado de Mica, inmóvil y en silencio, mordiendo un pañuelito bordado que ya había empapado con lágrimas de impotencia.
Los rojos del atardecer fueron el color de la desesperación a bordo. Mica entendió el respeto y el cariño de los tripulantes hacia el jefe con su presencia alerta en el puente y en la cubierta superior, el dolor compartido por los padres de Nadia en el intercambio silencioso de miradas, el esfuerzo de la policía local ante la responsabilidad de un caso con aristas internacionales. Pensó en Nadia. No era su amiga pero podría haberlo sido. Pidió a Dios por ella y pensó en sus propios padres. Entendió de pronto los errores que cada uno puede cometer y las consecuencias dolorosas que tantas veces tienen para uno y para los demás.
El sonido de un helicóptero los sacó a todos de sus pensamientos. El jefe de policía en persona traía a Nadia, rescatada a tiempo cuando intentaban llevársela en una lancha a otra isla. Hubo suspiros y abrazos, aplausos y brindis. Nadia estaba descalza, tenía el maquillaje corrido y la ropa desaliñada, pero nunca Mica la había visto tan linda y humana. No entendió qué le decían sus padres en ruso, pero se volvió hacia ella con una sonrisa y la tomó de las manos. “Me salvaste la vida, amiga. ¡Gracias!” le dijo quebrándose en un sollozo apagado. Nadia bajó a su suite con su madre y la policía se despidió después de largas charlas y explicaciones al jefe.
Esa noche, el magnate invitó a Mica a sentarse a la mesa con la familia. “De hoy en adelante, serás nuestra invitada,” le dijo emocionado. “Hemos tenido el gran honor de conocerte. Mi esposa y yo queremos que pienses en qué querrás hacer con tu futuro y nosotros lo haremos posible.” Mica agradeció sin poder creer aún todo lo que había pasado ese día. Más tarde, una de sus compañeras la acompañó entre risitas a una suite de lujo para invitados donde ya estaba esperándola su equipaje y al cerrar los ojos en la cama ancha y confortable sus pulmones volvieron a llenarse de aire como cuando Charlie le había hablado del Dream of the Seas por primera vez.




[i] Pocitos es uno de los barrios más bonitos de Montevideo, la capital de la República Oriental del Uruguay. Puedes ver un par de videos de la rambla sobre el Río de la Plata en http://www.youtube.com/watch?v=Wecx5nK7gcQ y en http://www.youtube.com/watch?v=hMA4YCsKlCM&NR=1
[ii] Para los uruguayos la “garra charrúa”, que remite a la raza de aborígenes que ocupaban el territorio a la llegada de los conquistadores españoles, es ese espíritu guerrero y de lucha que caracterizaba justamente a ese grupo étnico. Con el correr de la historia el charrúa fue adquiriendo para los uruguayos connotaciones de valor, de fuerza, de fiereza, de orgullo guerrero, de victoria bélica trasladada a gesta deportiva, al igual que la palabra “araucano” para los chilenos o “azteca” en México. En el subconsciente uruguayo, la tribu indígena alejada de la complejidad y el desarrollo de otras civilizaciones precolombinas, fue tomando rasgos míticos.
[iii] En inglés: “Sueño de los Mares”. Barcos como el que describe la autora entran en la nueva categoría de “megayates”. Puedes ver algunos en estos enlaces: http://www.youtube.com/watch?v=wzYGZiV4JJk&feature=related y también, entre tantos otros, en: http://www.youtube.com/watch?v=_mhf5diIzME&NR=1
[iv] Modo familiar de referirse a la “facultad”.
[v] Saint Barthélemy, comúnmente conocida como Saint Barth, o Saint Barts, es una isla en el Mar Caribe que pertenece a Francia. Puedes leer acerca de su historia, su geografía y su cultura en http://es.wikipedia.org/wiki/San_Bartolom%C3%A9_%28Francia%29
[vi] El créole y el patois son derivaciones del francés habladas en algunas zonas del Caribe colonizado por franceses. Puedes leer más acerca de estos idiomas en http://es.wikipedia.org/wiki/Patois_jamaiquino, http://es.wikipedia.org/wiki/Criollo_haitiano